Extraña Luna de Miel - Capítulo 1
El ambiente de la estancia es absurdamente sofocante y estoy sudando lo mismo que sudaría en una clase de spinning; o lo que es lo mismo…
¡Me estoy deshidratando por culpa de este horroroso vestido de dama de honor!
De repente; mosqueada, irritada, sudada y toda una larga lista de adjetivos negativos acabados en ‘ada’… rebusco en el interior de mi bolso la pitillera y me pregunto: «¿Se enfadará Dios si me fumo un cigarrillo aquí?»
Justo cuando mi sentencioso sentido común está a punto de dar respuesta, me topo con la petaca. A continuación, antes incluso de tener tiempo para formularme la misma preguntita pero esta vez en referencia al alcohol, doy un sorbo. Al acabar pienso: «¡Mala idea, Andy! Muy, pero que muy, mala idea… ¡bonita!»
En ese preciso instante, lamentando haber bebido antes de la boda de mi mejor amiga, me acerco al espejo de cuerpo entero que se encuentra ubicado en el extremo opuesto de la habitación y me observo.
Sin romperme demasiado la cabeza, rápidamente llego a la conclusión obvia: “Este vestido fue diseñado para que la novia parezca muchísimo más guapa”.
Creedme, es completamente horroroso. Vergüenza me daría —si la tuviese— pasear por la iglesia con él puesto.
Frente al espejo todavía, me echo un último vistazo y concluyo que para los treinta y nueve más uno que tengo no estoy nada mal. Añado: Para el fiestón que anoche nos pegamos tengo un aspecto más que aceptable. Verme así de divina hace que súbitamente me eche a reír y pienso: «¡Broderick, tú te lo pierdes!»
Tras recordar el temita de la ruptura con el susodicho vía whatsapp decido darle un segundo sorbo a la petaca; obviamente sin ánimo de ofender al Señor.
En ese momento la puerta de la habitación se abre y entra Julie, la futura novia:
—Andrea, ¡necesito tu ayuda! —exclama aproximándose.
Lo cierto es que su vestido es mucho más bonito que el vestido con el que me casé yo. «¿Puede que fuese el vestido el que gafó mi matrimonio?», pienso a la vez que me pregunto qué será lo que le pasa.
—¿Qué sucede?
—¿Estoy haciendo bien? —pregunta de sopetón; está muy agitada—. Es decir, ¿quiero hacer esto? Entiéndeme, quiero a Larry y estoy enamorada de él, pero…
Antes de que formule el resto de la frase —que yo creo que hubiese acabado así: ‘… ¿quiero casarme con él?— la interrumpo.
—Julie, es normal que ahora estés nerviosa. Es lógico que tengas dudas. Yo también las tuve…
—¡Y tu matrimonio fue todo un desastre!
Es cierto que no soy la más adecuada para aconsejarle a nadie que se case. Sí, tiene razón en referencia a lo de mi matrimonio, pero también es verdad que no sería cortés por mi parte animarla a que anule ahora mismo la boda.
Tratando de no transmitirle ni un ápice mi amargura hacia el género masculino —que es harto famoso entre mis conocidos—, trato de hallar argumentos suficientemente convincentes para que desfile tranquila hacia el altar.
—Sí, cierto. Mi matrimonio con Armand fue un error. Pero precisamente por ello puedo decirte que el tuyo…
—¡Me acosté con Brian! —confiesa de sopetón—. El stripper, ¿le recuerdas?
—Vagamente… —digo tratando de ponerle cara.
Sinceramente, sólo recuerdo su culo y su paquete. Y me atrevería a jurar que todo este lío de anular la boda en el último momento es por culpa de ambos.
—Andrea… me acosté con él, ¡me acosté con un completo desconocido! ¡¿Qué hago?! ¿Crees que debería posponer este despropósito? —exclama haciendo aspavientos por toda la habitación—. Todos mis familiares están ahí —dice señalando la puerta—, y yo aquí, dudando… no sé qué hacer. De verdad que no lo sé, ¿tú qué harías?
—Lo primero que te aconsejo es que te sientes y te relajes —digo mientras rescato la petaca una vez más del fondo del bolso—. Ten, dale un trago. Te vendrá bien, ya verás.
—Creo que me he enamorado… —dice tras darle un sorbo considerable.
—Trae aquí, loca —digo arrebatándole la petaca y dándole de nuevo un sorbo—. No digas tonterías, ¿cómo te vas a haber enamorado?
—Ha sido un flechazo… —dice dejándose caer en una silla—. ¡Ay! ¡Estoy hecha un lío!
—Julie, escucha. Estás confusa; lo cual es completamente normal dadas las circunstancias. Casarse es algo importante. Es lógico que tengas dudas. Pero créeme, Larry y tú estáis hechos el uno para el otro. Lo que pasó ayer no es más que un desliz, una equivocación insignificante causada por los nervios de la boda y el alcohol de garrafón que bebimos anoche. Nada más.
—¡Incluso he pensado en fugarme con Brian a mi luna de miel! —dice echándose a llorar.
—Qué tontería… ¿cómo ibais a hacer semejante estupidez? Además, los billetes son nominales. Tu otro billete estará a nombre de Larry… —digo reflexionando sobre la gravedad de lo que me acaba de decir.
—Eso no hubiese sido un problema. ¿Ves? —dice mostrándome los billetes que se saca del interior del vestido—. Son billetes abiertos, lo compré así por si acaso.
—¡¿Por si acaso qué?! —Ahora sí que estoy algo nerviosa. La extraña actitud de Julie y los lingotazos de güisqui que llevo en el cuerpo están haciendo que se me vaya un poco la cabeza—. Trae eso aquí —digo arrebatándole los billetes—. Esto te lo guardaré yo hasta que acabe la boda. No vaya a ser que decidas hacer una estupidez de la que luego te arrepientas.
—Así que ¿tu consejo es que me case?
—Está bien, hagamos lo siguiente: Sal ahí, desfila hasta el altar, mira directamente a los ojos de tu prometido y si después de eso aún sigues teniendo dudas sal corriendo. Hagas lo que hagas yo te apoyaré.
—¡Está bien! —dice poniéndose en pie—, tú ganas. Nos vemos en el altar.
A continuación sale de la habitación cabizbaja y de nuevo me quedo sola.
Justo cuando estoy a punto de ir hacia la capilla mi teléfono móvil empieza a sonar y pienso: «¿Será Broderick pidiendo disculpas por haberme plantando a través de un mensaje de texto?»
Seguidamente miro la pantalla y compruebo que no es él, es un número de teléfono que no identifico.
—¡Andreaaaaaaaa! —Instantáneamente reconozco la voz—. ¿Dónde narices te has metido? ¿Te has vuelto loca o qué? ¡Ya estás hablando o…!
—Buenos días para usted también.
Es Gideon Pierce, mi jefe.
—¡¿Encima tienes la osadía de recochinearte de mí?! ¿Se puede saber dónde estás? ¡¿Dónde está mi dinero?!
«¡Mierda! El dinero…» Ayer con las prisas de la despedida de soltera olvidé pasar por el banco e ingresarlo: «¡Bien, Andrea! ¡Bien! De esta seguro que te echa…»
Antes de proseguir con la conversación de repente recuerdo que estuve jugueteando con él mientras el stripper se despelotaba. Acto seguido me pregunto: «Andy, no le pondrías el cheque en el tanga, ¿verdad?»
—Verá señor Pierce, no se lo creerá pero… —Inconscientemente hago una pausa antes de inventarme una excusa—. ¡Ayer fui víctima de un atraco!
—¿Cómo? ¡¿Te han robado mi dinero?!
—Yo estoy bien, gracias por preguntar. Su dinero está sano y salvo —Tras decirlo pienso: «Espero que así sea»—. El caso es que hoy es mi día libre y…
—¡¿Y qué?! ¡Eh! ¿Qué?
—Que hoy me será absolutamente imposible ingresarlo.
—Lo que yo te diga, te has vuelto completamente loca. ¡Eres una irresponsable! ¿Dónde está el cheque?
—En mi bolso —respondo deseando de todo corazón que así sea.
—¡¿En tu bolso?! ¡¿Cómo que en tu bolso?! ¡Es un maldito cheque al portador! ¡Un jodido cheque de un millón de libras! ¡Eres una inútil!
—Lo sé, lo sé… no se preocupe. El talón está a buen recaudo. No le pasará nada a su dinero, descuide.
—Más te vale porque si no te aseguro que habrás deseado no conocerme.
Dicho lo cual, cuelga y durante algunos segundos pienso que realmente desearía no conocerle. Si no fuese porque una ha de comer os aseguro que no aguantaría diariamente a semejante gilipollas.
Tras la desagradable llamada, y justo antes de encaminarme hacia la capilla para cumplir con mi deber como dama de honor, doy el último sorbo a la petaca y dejo que el güisqui fluya lentamente por mi esófago aportándome la justa energía que necesito para afrontar el momento.
Voy hacia el bolso y compruebo que el dichoso cheque esté ahí.
Afirmativo, está ahí. «Te has salvado por los pelos, Andy», me digo recomponiéndome y abandonando la estancia.
La capilla está repleta de familiares sorprendentemente peripuestos que esperan ansiosos a que el enlace dé comienzo.
La mayoría de gente cree que los invitados asisten de buen grado a las bodas y que les encanta el pasteleo sentimentaloide que representa la ceremonia, pero no. Lo único que gusta de las bodas es el banquete; el banquete y la barra libre. Todo lo demás es detestable.
Los invitados sonríen por puro compromiso. De hecho, desde dónde estoy ubicada ahora mismo, al lado derecho del altar —Junto a las otras damas de honor pre-adolescentes—, se ven muchísimas de esas sonrisas de compromiso. Tantas como familiares hay en la iglesia.
De repente se abren las puertas y entra Larry. Reconozco que está guapo, aunque si no lo está hoy que es su boda ya me diréis cuándo lo estará.
Éste, rápidamente, avanza hasta dónde estoy y se ubica frente a mí, en el lado izquierdo del altar. Me saluda con un gesto de cabeza casi imperceptible y yo hago lo mismo.
Larry nunca ha sido santo de mi devoción y nuestra relación ha sido más bien fría, pero juro que lamentaría que Julie lo plantase en el altar. Por muy snob, soberbio y creído que sea no se merece eso.
De pronto la vibración del teléfono móvil en el bolsillo del vestido desvía mi atención y, curiosa, con disimulo compruebo de quién se trata. Es un mensaje de texto de Broderick. Ver el sobre del mensaje y su nombre al lado hace que el estómago me dé un vuelco.
«¿Querrá hacer las paces? ¿Se lo habrá pensando y vendrá a Formentera?» El mensaje dice así: Quiero que recojas tus cosas y que te marches del piso, estaré fuera todo el fin de semana, el lunes espero no encontrarte.
A continuación un torrente de sentimientos encontrados cae sobre mí en cascada. Cae con tanta intensidad que ni me percato de que Julie ya está desfilando hacia el altar al son del Mesías de Händel. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, reprimo las ganas de echarme a llorar y observo a mi amiga que ya está frente a Larry.
Seguidamente, me concentro e intento descifrar el semblante del novio pero lo único que veo es el cogote de Julie. De pronto, sin previo aviso, se echa el velo hacia atrás y dice:
—¡No puedo hacerlo! ¡No puedo hacerlo! —Se gira hacia mí y me dice—: He hecho lo que me has dicho, pero nada. ¡No puedo hacerlo!
—¿Cómo? ¿Qué está pasando, Julie? —dice Larry echándome una mirada matadora.
—Lo siento, no puedo casarme contigo.
Tras soltar la bomba baja del altar y sale corriendo ante la atónita mirada de los invitados. Larry continúa frente a mí, parece que se haya quedado pegado al suelo.
—Tú… —dice señalándome—. Tú… ¡Maldita amargada de mierda! ¡Tú has provocado esto! ¡Has sido tú la que la ha animado a no casarse! Quién si no…
—Espera, te estás equivocando…
—¡No! —Hace una pausa para mirarme con más odio si cabe y prosigue—: Siempre lo había sospechado, pero ahora me ha quedado claro…
—¿El qué? —pregunto notando cómo brotan las primeras lágrimas.
— Que eres una amargada; material de desecho; una mujer absolutamente desechable; una completa desgraciada que no soporta que los demás sean felices… —A cada palabra que dice me hago más y más pequeña. Todo el mundo me está mirando, juraría que me odian—. ¿Estás contenta?
Sin responderle, bajo del altar, más o menos cómo Julie hace escasos minutos, y, de igual modo, salgo corriendo de la capilla. Una vez en el pasillo corro hasta llegar a la habitación dónde he dejado mis cosas.
Dentro, respiro profundamente y echo mano de la petaca.
«¡Está vacía, maldita sea!» —pienso a la vez que enjuago mis lágrimas con la manga del vestido.
Seguidamente, mi mirada se posa sobre la maleta; la que tenía preparada para salir de viaje junto a Broderick al acabar la boda. Antes de que me dejase, claro está. La miro y noto como una sensación de rabia incontrolable crece en mi interior.
Corro hasta el bolso y lo revuelvo buscando la pitillera. «¡Necesito un maldito cigarro!»
Mientras, en mi cabeza se repiten una y otra vez las amables palabras de Larry, de mi jefe y del malnacido de Broderick: “Eres una amargada, material de desecho, una mujer desechable, una absoluta desgraciada que no soporta que los demás sean felices…”, “¡Eres una inútil!”, “Quiero que recojas tus cosas y que te marches del piso, estaré fuera todo el fin de semana, el lunes espero no encontrarte.”
—¡Basta ya, joder! —exclamo de repente—. Basta…
Agotada, rompo a llorar con amargura. Justo en ese instante, con la vista aún un poco nublada, una loca idea pasa por mi cabeza.
A continuación mi mirada se posa de nuevo en la maleta y poco después en los billetes de avión de la luna de miel de Julie. Sin pensarlo, cojo los pasajes, mi bolso y finalmente la maleta.
Mi última parada antes de dirigirme al aeropuerto es la habitación anexa; la estancia de preparación de la novia.
Entro, lentamente, tratando no ser vista, e ipso facto compruebo que no hay nadie.
«¿Dónde se habrá metido Julie?» —Me pregunto revolviendo la habitación. Acto seguido, en el interior de una maleta encuentro lo que estoy buscando y exclamo—: ¡Eureka, te encontré!
En ese instante, con los billetes de avión, la reserva del hotel a nombre de Julie y su pasaporte, una borrachera del quince y un cabreo de muerte… recuerdo el famoso cheque por valor de un millón de libras y me digo: «¡Ésta será una fantástica luna de miel! ¿Habrá algún banco cerca?»
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