A continuación, y por tal de ilustrar lo que mil veces habéis podido leer sobre ser descriptivo, os pondré un fragmento extraído de una práctica de un taller de narrativa que muestra cómo es posible describir sin ser pesado, cómo hablar sobre un lugar y sobre la persona que habita en él a través de lo que dice o de los detalles que nos da.
Hay infinidad de libros que proponen ejercicios de creación literaria descriptiva, pero yo siempre he creído que lo mejor es practicar con lo que uno sabe y conoce. Así que sin más dilación, ahí va:
Donde habita mi corazón
Pese
a que soy, y creo que siempre seré, una persona absolutamente sedentaria en lo
que a morar un espacio se refiere, las tres décadas que cuelgan a mi espalda
contradicen sin piedad mi argumento. Durante los últimos treinta años he vivido
en cinco pisos diferentes; algunos eran grandes y luminosos, otros, en cambio,
pequeños y oscuros. Sin embargo, desde hace ya algún tiempo vivo en una casa en
medio de ninguna parte, o al menos eso es lo que a mí me gusta pensar.
Es
una edificación de dos altura flanqueada a cuatro vientos por un frondoso
jardín que a veces se torna selvático sin previo aviso. Desde la calle, a
aproximadamente unos quince metros desde la verja, se puede ver el pozo de piedra
que le da nombre.
Al
entrar, dejando atrás la verja metálica, a mano izquierda queda el cobertizo,
lleno de trastos y cachivaches, y a la derecha se extiende el terreno
delimitado, primero, con setos recortados a media altura y, después, con
plantas bajeras que, cuando quieren, germinan flores multicolor al pie de una
gran magnolia, que en tiempos pasados fue lustrosa pero que hoy en día está en
coma.
Avanzando
en línea recta, pasando junto al pozo, a la izquierda hay cuatro escalones que
conducen a la puerta de entrada. Situado frente a la puerta principal, a la izquierda,
se extiende una pasarela que en tiempos pasados conducía al porche de la casa
en la parte trasera, pero que en la actualidad lleva a mi despacho, al que se
puede acceder desde fuera y desde dentro de la vivienda.
Una
vez dentro, dejando atrás uno de los laterales del jardín, está directamente la
cocina. Sí, se entra directamente a la cocina. ¿Que por qué? Porque la entrada
principal a la casa fue devorada por mi despacho, ¿qué os parece? Aunque esto
no fue así del todo. Lo cierto es que antes de estar el mismo ubicado donde
está hoy, hubo un porche; el de verano y el de invierno. Sí, éste según la
época del año estaba configurado de una manera u otra. Pero al final, por
comodidad o porque, a mi parecer, es uno de los espacios de la casa donde mejor
se está. Así que acabó siendo el sitio en el que paso la mayor parte del
tiempo. Pero bueno, no nos avancemos, vayamos estancia por estancia. La cocina,
pequeña, repleta de cosas y en ocasiones insuficiente, sin embargo, es perfecta
para la función que cumple.
Más
allá de ella, a la derecha el baño, a la izquierda la habitación de invitados
y, justo en frente de la cocina, la habitación de la plancha, de los trastos,
de la ropa o cómo queráis llamarle. Yo, reconozco, la llamaba la habitación de
las ratas. No porque las hubiese, claro está. Pero es cierto que ha habido
momentos que la montaña de cosas ha sido tanta que si la escoba no hubiese
limpiado los rincones de la misma, bien podría haber dado cobijo a una familia
de roedores. Podría describir y describir una y otra, pero considero que sería
rellenar líneas por rellenarlas y no me parece relevante destinar las mismas a
tal menester.
Si
finalmente decides esquivar la habitación de las ratas, a la derecha, está el
salón. El salón es grande; de hecho, es muy grande. Grande y luminoso, no en
vano, tiene, a la izquierda y al fondo del mismo, unos grandes ventanales de
carpintería de madera. Los cuales, más allá de ser estéticamente perfectos, si
lo miramos desde un punto de vista práctico, son un verdadero coñazo. Y perdón
por la expresión, pero es que lo son. Limpiarlas me da un tedio de morirme
porque no puedes hacerlo de una sola pasada. Tienes que limpiar cada uno de los
doce cuadrados de cristal que contiene el entramado de madera. A parte de los
ventanales, otro punto fuerte de la estancia es la chimenea de metal ubicada en
la esquina derecha. Es una chimenea de color negro que yergue con majestuosa
humildad hacia el techo y más allá de éste hacia la azotea. Debo decir, que,
como en el caso de los ventanales, hacer fuego es prácticamente el mismo
suplicio. Si me lo paro a pensar, lo rural de mi hogar siempre es idílico y, a
la vez, poco práctico. No obstante, a mí me gusta y no lo cambiaría por nada.
El
salón tiene dos alturas y a la derecha hay una escalera de madera que conduce a
la segunda planta, la cual es completamente diáfana y es donde está mi
dormitorio. Desde lo alto de la escalera, la cual cruje al transitarla, se divisa
el mismo a la perfección. Aprovechando la vista de halcón que ofrece el espacio
puedes jugar con la imaginación a combinar los muebles cómo quieras. La mesa
del comedor por aquí, el sofá por allí, el butacón orejero frente al televisor,
la mesa de café junto al sofá…
La
casa, pese al carácter cálido de los que habitamos en ella, es gélida hasta
decir basta. Véase aquí una vez más lo poco práctico de la vida en la montaña.
Si no fuese por la calefacción vivir en ella sería lo más próximo a pasar la
noche al raso. Claro está que yo siempre pienso que las arrugas tienen la
batalla perdida si vivo aquí el resto de mi vida; visto así, vivir en algo
parecido a la crio estasis no está tan mal.
Desde
un punto de vista visual el espacio es agradable, diseñado para ser
confortable; imagino que todo hogar quiere serlo. En cuanto a los sonidos, el
silencio impera en lo cotidiano. Quiera yo o no romperlo con música o con la
televisión a todo trapo. Al principio reconozco que tanta quietud me irritaba.
Ahora la atesoro. Hay que ver cómo cambian las cosas. Yo, un urbanita
declarado, enamorado del asfalto y del trasiego ensordecedor de la ciudad.
Sin
embargo, el tiempo, aunque sea a patadas, hace que uno madure y valore lo que
antes despreciaba. De la casa, al principio me sedujo la compañía, el poder
compartir mi vida con alguien a quien quiero… pero más allá de eso, mi parte
superficial, que como todos, la tengo. Me ganó la extensión del terreno, los
recovecos para leer o escribir, la piscina con la tarima de madera. Pero eso
sólo fue al principio. Ahora, después de quererla y vivirla, reconozco que a
esta casa la querré de por vida. Es más, si existe la vida después de la
muerte, prometo volver para vivir eternamente en ella. ¿Qué mayor compromiso
hay que ese?
Escrito por C.Pérez de Tudela