Siempre se ha dicho que la belleza
está en el interior. Y digo yo, si así es ¿por qué la sociedad da tanto crédito
a lo visible? ¿Qué motiva ese afán de querer agradar a través de nuestra
imagen? Bien lectores, a continuación, juntos, hallaremos respuesta a esas y
otras incógnitas. ¿Habíais oído hablar alguna vez sobre el canon de belleza?
Dícese del canon que es aquella
norma o precepto generalmente fijado por la costumbre o por cuestiones
sociales. Luego, si relacionamos este concepto con la belleza, entendemos que cuándo
se habla de canon de belleza se está hablando del conjunto de características
que una sociedad considera preciosas, atractivas o deseables de una persona u objeto.
Éste, evidentemente, existe desde
que el hombre es hombre -y la mujer, claro está-. Lo bello es bello desde que
Adán y su costilla, Eva, poblaban el paraíso. Incluso los cavernícolas se
regían por el canon de belleza. Entonces, en tiempos tan salvajes, se
consideraba bello poseer grandes pelajes con los que taparse o bonitas alhajas
hechas con huesos o uñas. Por aquel entonces lo que se consideraba bello hoy en
día no sería más que puro attrezzo.
Los griegos, que por aquellas no
sabían lo que era la crisis, dejaron los collares y las pulseritas a un lado y
se calzaron las túnicas y las sandalias. Ellos, divinamente sencillos y
proporcionados, pusieron de moda un tipo de belleza estudiado y armónico. Un
canon más propio de las deidades que veneraban que de los humanos. Si por algo
se caracterizaba ésta era por su comedida proporción; lo cual si actualmente lo
hubiesen exportado al terreno de la economía, claramente las cosas les hubieran
ido de otra manera.
Más adelante, en época del medievo,
lo que hacía hermosa a una mujer era que fuese blanca cómo la leche. Y no
precisamente porque un look de vampira falta de sustento fuese considerado
atractivo entonces, no. Lo envidiable era lo que suponía; ser blanca, casi
translucida, era un claro signo de nobleza. Significaba que la persona que
cumplía ese canon de belleza era una afortunada; alguien que no tenía necesidad
de trabajar bajo los rayos del sol para ganarse el jornal. De ahí que se dijese
que los nobles tenían la sangre azul. Se decía precisamente porque, de tan
blancos que eran, se les podían ver las venas de color azul bajo su blanca tez.
Hoy en día ¿qué pensaríamos de alguien así? Probablemente pensásemos que la
persona se ha escapado del rodaje de alguna de las películas de la saga Crepúsculo.
En clara contraposición a la extrema
delgadez de dichas nobles, llegó la voluptuosidad del renacimiento. Llegó la
época del exceso y las curvas. La perfecta mujer renacentista era una bella
valquiria con exuberantes curvas que sin ningún tipo de rubor dejaba que
famosos pintores la retratasen. Uno de ellos, quizás el más destacado del
periodo renacentista, fue Rubens. Éste nos mostró que la gordura era bella, que
el exceso y la grasa eran elementos atractivos en una mujer. Hoy en día sería
un claro detractor de las operaciones de reducción de estómago. En la
actualidad las bellas mujeres renacentistas no hubiesen podido comprar ropa en
ninguna de las tiendas del imperio de Amancio Ortega.
Y llegamos al momento actual; un
momento marcado por lo ecléctico, una época de exagerada diversidad dónde todo
vale. Hoy en día cualquier cosa es posible gracias a la medicina estética:
labios operados, reducción de estómago, liposucción, pechos, nariz, párpados,
inyecciones de botox, tintado del iris… cualquier cosa. En la actualidad el que
no se transforma en lo que quiere es porque no tiene dinero, simplemente.
Está claro que el canon sigue siendo
el mismo de siempre: «Sé cómo la sociedad cree que debes ser». Pero ¿qué
pasaría si dejásemos todo eso al margen y viviésemos cómo quisiésemos? Quién
sabe, puede que incluso fuésemos felices. Vale la pena intentarlo.
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