Era un joven solitario, áspero como la arena, un individuo poco amigable. Dejó que el tiempo pasase e
intentó mantenerse al margen de todo, quería centrarse única y exclusivamente
en perfeccionar su mente y su cuerpo.
La noche de la muerte de su padre, sentado en la sala de urgencias, juró hacérselo pagar
a todos los responsables del asesinato. Era abogado y trabajaba en un
importante caso, trataba de conseguir una condena
para un grupo de narcotraficantes.
Tras su asesinato se hizo con el informe de la investigación policial y urdió un ambicioso plan para
darles caza. Diseñó una maqueta de
lo que iba a ser su cámara de torturas y posteriormente la construyó.
Era un espacio que en el futuro acabaría convirtiéndole en
el asesino que es hoy en día. Y es que la línea que separa la justicia del
delito es difusa y cualquiera puede llegar a traspasarla.
Ser tacaño a veces sale más caro que el no serlo. Lo
entenderéis enseguida. Hace algún tiempo tuve discrepancias con la justicia,
una pequeña tontería. Estaba en la playa jugando a voleibol y me entró arena en los ojos, caí al suelo y rompí
una maqueta
que estaba expuesta en el paseo marítimo.
Obviamente aquello conllevó una denuncia y una posible condena. Ser tacaño hizo que quisiese
defenderme yo mismo. Ahorrarme el abogado. Redacté un informe de lo sucedido y me encaminé a la sala donde se celebraba la vista.
Al tiempo recibí la sentencia, llena de latinismo, era un
texto denso y difícil de entender. Continuaba negándome a pagar un abogado y
busqué un traductor. Su servicio fue económico, pero si hubiese sido abogado al
leer “Addictio bonorum libertatum servandorum causa” me hubiese alertado
rápidamente de su significado.
Ahora estoy detenido y no me importaría pagar a un abogado.
Por C.Pérez de Tudela (2008)
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